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EL CRÍTICO



CAPÍTULO 7:
CONFESSIONS


Un fino río de sangre baja desde la nariz de Álvaro hasta su labio superior. Tiene la cara amoratada, y continúa en el suelo.

Pocas veces he visto una fotografía cinematográfica más bella que la del cine japonés. Igual estoy por descubrir una joya colombiana o bielorrusa, qué sé yo, pero de momento, y para un humilde servidor, la fotografía cinematográfica japonesa se lleva la palma. Porque no hay que olvidar que la imagen no consiste sólo en lo que encuadra la cámara, sino en lo que nos dice el contenido de ese encuadre. Y para el buen sushi, las máquinas expendedoras bizarras, y la poesía y narración visual, ahí están los japoneses.

He conseguido espantar a los chavales que, como diablillos de una ensoñación, danzaban alrededor de Álvaro en el círculo de la muerte que ellos mismos habían delimitado. Joder, tengo que renovar mis metáforas; parezco un viejo.    

   —¡Eh, basta! ¡Parad, parad! ¡Dejadle ya!

Me he abierto paso y expuesto a su ira adolescente.

   —¡Que te jodan, viejo! —ha gritado alguien.

«Sí, se me ve viejo».  

Ira, por cierto, que les hace creer que no tienen nada que perder. Que el mundo se conserva en perfecta armonía gracias a estos métodos judiciales practicados al margen de una sociedad que no se levanta de la cama para ver qué son esos gritos que se escuchan desde la calle a las dos de la mañana.

De inmediato, he recibido un empujón del que he caído al suelo con torpeza. Me he girado y me he topado con el rostro tan publicado en el periódico durante las últimas semanas; la chica a la que identifican por sus iniciales: Sonia. 

   —¡Largaos! ¡Fuera! —he gritado de nuevo.

Sonia me ha aguantado la mirada con una frialdad que parecía imposible en ella vista desde las páginas de sucesos; un gesto alejado del que recordaba ver bajo el titular. Su sonrisa me humillaba a cada milímetro que crecía; sus ojos nos observaban, a Álvaro y a mí, tan relajados que parecían disfrutar; y en su pose no reflejaba ningún atisbo de la ansiedad y la depresión de la que se continuaban haciendo eco los medios.

Sonia no parecía la misma que sufrió una agresión por el desgraciado que escupía sangre a unos metros de mí. Se ha amparado ante su testimonio, ante la opinión pública, y ante esta horda de salvajes con acné. Y, ¿sabéis lo que también tiene Japón? Un sistema judicial que impide condenar a un menor. Lo aprendí de Confessions (2010), de Tetsuya Nakashima.

   —¡Estoy llamando a la policía! ¡Eh! ¡Estoy llamando! ¡¿Veis?! —Begoña ha secundado mis gritos, alzando su móvil en el aire.

Con el restriego de su pasotismo, de sentirse inmunes a todo, se han alejado entre risas y golpes de enhorabuena por los golpes de la pelea. Los adolescentes se golpean por todo.

He oído a Begoña hablar con alguien de la comisaría, le he quitado el móvil, he cortado la llamada y me he sacudido el polvo de los pantalones. La calle se ha quedado en silencio por unos instantes, y es Lara la que se atreve a romper la tregua con sus gritos:

   —¡¿Dónde coño estabas?! —me dice—. ¡¿Por qué no has cogido el teléfono?!
   —Lo-lo siento, hija. Lo llevaba en el bolsillo del pantalón, no he podido…
   —Y, ¿dónde tenías el pantalón? —me corta la Bruja.

Begoña conoce muy bien mi cara post-fracaso sexual. Fue ella con quien aprendí a ponerla. Zorra.

   —¡Lara, Lara! Ni se te ocurra tocarle —arremete ahora con nuestra hija, que pretende ayudar a Álvaro a ponerse en pie—. Métete en el coche.
   —No, mamá; no es fin de semana.
   —Eso ya da igual. Tu padre y yo lo hemos hablado.
   —No es cierto —apunto.

«Ella hablaba; yo escondía mi cabeza bajo tierra».

   —Métete en el coche —insiste—. Nos vamos.
   —¿El qué habéis hablado?
   —¡Lara! ¡¿Por qué le estás ayudando?!
   —¡Porque es mi novio!

La respuesta consigue lo que yo no he conseguido en quince años: dejar a Begoña sin palabras. Aunque, tampoco tarda en recuperarlas.

   —¿Qué dices, hija? ¿Qué está diciendo, Gustavo?
   —No lo sé —respondo, algo sorprendido yo también—. Se supone que habían cortado.
   —¿Cómo? ¿Tú lo sabías? ¡¿Sabías que nuestra hija de quince años estaba saliendo con un violador, y no hiciste nada?!
   —¡No es un violador! ¡Suéltame! —asegura Lara entre lágrimas.
   —Por eso le defendías, ¿no? Métete en el coche… ¡Y tú, Gustavo!... Ya hablaremos. De momento, hago bien en llevármela. —Y la agarra del brazo.
   —¡Ay! ¡Me haces daño!
   —¡Le haces daño, Begoña!
   —¡Cállate! No tienes derecho a opinar. Esta noche te ha necesitado más que nunca, y le has fallado.

Abre la puerta del coche con rabia y le insta a meterse dentro.

   —Mamá, ¡¿qué coño haces?!
   —Te vienes a vivir conmigo. Dejas el pueblo, al chico, y esa forma de hablar que tienes. Tu padre debería habértelo dicho.
   —¿Qué? Papá, ¡papá! ¿Qué es esto?
   —Lara, yo…
   —Se llama irresponsabilidad paternal —añade la Bruja mientras se sube al coche—, término acuñado por el hombre cuya hija ha estado a punto de recibir una paliza, mientras él estaba con el pantalón por los tobillos delante de alguna puta.
   —¡No es una puta! ¡Es mi novia!
   —¡Pues, ahora tendrás todo el tiempo para estar con ella!

Cierra la puerta del golpe y observo el coche alejarse. En alguna parte de mi rechoncho cuerpo, siento el dolor punzante con el que me obsequia el rostro decepcionado de mi hija tras la ventanilla.

Ante tal show, creo que Álvaro se ha olvidado de sus propias heridas, y nosotros nos hemos olvidado de Álvaro. Sigue aquí y lo ha escuchado todo. Ha escuchado a Lara confesar que siguen estando juntos, a Begoña confesar lo de su (y únicamente su)decisión, y a mí confesar que Marina es… Espera: ¿de verdad he dicho “novia”? Joder.

Abatido, me siento en el bordillo de la acera. Álvaro refleja un potente cóctel de impotencia, culpabilidad y vergüenza que le hace derrumbarse también sobre la acera, manteniendo una distancia prudencial de mí. Confiesa, así, que cuento con su apoyo.

   —Las películas que me evocas —le digo—, no son especialmente divertidas. Cuando te he visto tirado en el suelo, recibiendo los golpes de todos esos chavales, he recordado Confessions. Estoy seguro de que es lo último que te importa en estos momentos, pero tiene una fotografía preciosa. Cojonuda. La historia avanza a través de las distintas versiones del asesinato de una niña pequeña, hija de una profesora de instituto. Los sospechosos son dos alumnos. Y el tema principal es la venganza. Ya te he dicho que no es especialmente divertida. Pues bien, esos personajes que aparecen, niños de 14 o quince años, de tu edad y la de mi hija, no… no están exagerados. No creo que se frivolice con la imagen del adolescente rebelde. Son, más bien, chicos abstraídos fabricados por… No sé, por todo eso que creéis que podéis hacer sin ninguna consecuencia o responsabilidad. Si te la pones, verás que su director -da igual su nombre porque no te va a sonar-, entierra esa crítica con tanto… artificio dramático, pero no deja de formar parte del subtexto. Y engancha. Y, a ratos, parece que estás delante de un cuadro bellísimo pintado con tristeza y mucha sangre.

—Las primeras lágrimas que empiezo a notar hacen que sea consciente de la situación—. Dios… Va a pasar una buena temporada lejos de aquí por nuestra culpa.

Álvaro me mira, como sorprendido por incluirme.

   —¿Sabes? Al igual que ocurre con los chavales de la película, no, no, no creo que ni tú, ni mucho menos ellos, sepáis delimitar lo que está bien de lo que está mal. En ningún momento he querido defenderte, pero tampoco colaborar en la causa de… Bueno, de partirte la cara. Aunque lo han conseguido. Y da gracias de que no hayan tocado a mi hija. —Álvaro agacha ahora la mirada—. Debería haber llegado antes.

Nos aprovechamos del silencio de la noche unos minutos más, embutidos cada uno en sus propias mierdas mentales. Me seco los ojos con la manga de la camisa antes de ponerme en pie, y le aconsejo que vaya a un hospital.

   —¿Es buena? —me dice con rapidez antes de que llegue al coche, como si llevara rato queriéndomelo preguntar.
   —¿El qué?
   —La película. No es divertida pero, ¿merece la pena?

«La verdad es que sí».

   —Mucho —confieso.

Escrito por Fran Bailén.